Otras, tenía que
conformarse con los veinte centavos, y el comprador, generalmente una mujer,
tomaba de entre sus manos la pequeña maravilla y la arrojaba descuidadamente
sobre la mesa más próxima y ante los ojos del indio como significando: "Bueno,
me quedo con esta chuchería sólo por caridad. Sé que estoy desperdiciando el
dinero, pero como buena cristiana no puedo ver morir de hambre a un pobre
indito, y más sabiendo que viene desde tan lejos." El razonamiento le recuerda
algo práctico, y deteniendo al indio le dice: "¿De dónde eres, indito?. .. ¡Ah!,
¿sí? ¡Magnífico! ¿Conque de esa pequeña aldea? Pues óyeme, ¿podrías traerme el
próximo sábado tres guajolotes? Pero han de ser bien gordos, pesados y mucho muy
baratos. Si el precio no es conveniente, ni siquiera los tocaré, porque de pagar
el común y corriente los compraría aquí y no te los encargaría. ¿Entiendes?
Ahora, pues, ándale."
Sentado en cuclillas a
un lado de la puerta de su jacal, el indio trabajaba &in prestar atención a
la curiosidad de Mr. Winthrop; parecía no haberse percatado de su
presencia.
—¿Cuánto querer por esa
canasta, amigo? —dijo Mr. Winthrop en su mal español, sintiendo la necesidad de
hablar para no aparecer como un idiota.
—Ochenta centavitos,
patroncito; seis reales y medio —contestó el indio cortésmente.
—Muy bien, yo comprar
—dijo Mr. Winthrop en un tono y con un ademán semejante al que hubiera hecho al
comprar toda una empresa ferrocarrilera. Después, examinando su adquisición, se
dijo: "Yo sé a quién complaceré con esta linda canastita, estoy seguro de que me
recompensará con un beso. Quisiera saber cómo la utilizará."
Había esperado que le
pidiera por lo menos cuatro o cinco pesos. Cuando se dio cuenta de que el precio
era tan bajo pensó inmediatamente en las grandes posibilidades para hacer
negocio que aquel miserable pueblecito indígena ofrecía para un promotor
dinámico como él.
—Amigo, si yo comprar
diez canastas, ¿qué precio usted dar a mí?
El indio vaciló durante
algunos momentos, como si calculara, y finalmente dijo:
—Si compra usted diez
se las daré a setenta centavos cada una, caballero.
—Muy bien, amigo.
Ahora, si yo comprar un ciento, ¿cuánto costar?
El indio, sin mirar de
lleno en ninguna ocasión al americano, y desprendiendo la vista sólo de vez en
cuando de su trabajo, dijo cortésmente y sin el menor destello de
entusiasmo:
—En tal caso se las
vendería por sesenta y cinco centavitos cada una.
Mr. Winthrop compró
dieciséis canastitas, todas las que el indio tenía en existencia.
Después de tres semanas
de permanencia en la república, Mr. Winthrop no sólo estaba convencido de
conocer el país perfectamente, sino de haberlo visto todo, de haber penetrado el
carácter y costumbres de sus habitantes y de haberlo explorado por completo.
Así, pues, regresó al moderno y bueno "Nuyorg" satisfecho de encontrarse
nuevamente en un lugar civilizado.
Cuando hubo
despachado todos los asuntos que tenía pendientes, acumulados durante su
ausencia, ocurrió que un mediodía, cuando se encaminaba al restorán para tomar
un emparedado, pasó por una dulcería y al mirar lo que se exponía en los
aparadores recordó las canastitas que había comprado en aquel lejano pueble-cito
indígena.
Apresuradamente fue a
su casa, tomó todas las cestitas que le quedaban y se dirigió a una de las más
afamadas confiterías.
—Vengo a ofrecerle
—dijo Mr. Winthrop al confitero— las más artísticas y originales cajitas, si así
quiere llamarlas, y en las que podrá empacar los chocolates finos y costosos
para los regalos más elegantes. Véalas y dígame qué opina.
El dueño de la dulcería
las examinó y las encontró perfectamente adecuadas para cierta línea de lujo,
convencido de que en su negocio, que tan bien conocía, nunca se había presentado
estuche tan original, bonito y de buen gusto. Sin embargo, evitó cuidadosamente
expresar su entusiasmo hasta no enterarse del precio y de asegurarse de obtener
toda la existencia. Alzando los hombros dijo:
—Bueno, en realidad no
sé. Si me pregunta usted, le diré que no es esto exactamente lo que busco. En
cualquier forma podríamos probar; desde luego, todo depende del precio. Debe
usted saber que en nuestra línea, la envoltura no debe costar más que el
contenido.
—Ofrezca usted
—contestó Mr. Winthrop.
—¿Por qué no me dice
usted, en números redondos, cuánto quiere?
—Mire usted, Mr.
Kemple, toda vez que he sido yo el único hombre suficientemente listo para
descubrirlas y saber dónde pueden conseguirse, las venderé al mejor postor.
Comprenda usted que tengo razón.
—Sí, sí, desde luego;
pero tendré que consultar el asunto con mis socios. Véngame a ver mañana a esta
misma hora y le diré lo que hayamos decidido.
A la mañana siguiente,
cuando Mr. Winthrop entró en la oficina de Mr. Kemple, éste último
dijo:
—Hablando francamente
le diré que yo sé distinguir las obras de arte, y estas cestas son realmente
artísticas. En cualquier forma, nosotros no vendemos arte, usted lo sabe bien,
sino dulces, por lo tanto, considerando que sólo podremos utilizarlas como
envoltura de fantasía para nuestro mejor praliné francés, no podremos pagar por
ellas el precio de un objeto de arte. Eso debe usted comprenderlo, señor. ..
¿Cómo dijo que se llamaba? ¡Ah!, sí, Mr. Winthrop. Pues bien, Mr. Winthrop, para
mí solamente son una envoltura de alta calidad, hecha a mano, pero envoltura al
fin. Y ahora le diré cuál es nuestra oferta, ya sabrá si aceptarla o no. Lo más
que pagaremos por ellas será un dólar y cuarto por cada una y ni un centavo más.
¿Qué le parece?
Mr. Winthrop hizo un
gesto como si le hubieran golpeado la cabeza.
El confitero,
interpretando mal el gesto de Mr. Winthrop, dijo rápidamente:
—Bueno,
bueno, no hay razón para disgustarse. Tai vez podamos mejorarla un poco, digamos
uno cincuenta la pieza.
—Que sea uno setenta y
cinco —dijo Mr. Winthrop respirando profundamente y enjugándose el sudor de la
frente.
—Vendidas. Uno setenta
y cinco puestas en el puerto de Nueva Cork. Yo pagaré los derechos al recibirlas
y usted el embarque. ¿Aceptado?
—Aceptado —contestó Mr.
Winthrop cerrando el trato.
—Hay una condición
—agregó el confitero cuando Mr. Winthrop se disponía a salir—. Uno o dos cientos
no nos servirían de nada, ni siquiera pagarían el anuncio. Lo menos que puede
usted entregar son diez mil, o mil docenas si le parece mejor. Y, además, deben
ser, por lo menos, en veinte dibujos diferentes.
—Puedo asegurarle que
las puedo surtir en sesenta dibujos diferentes.
—Perfectamente. Y ¿está
usted seguro que podrá entregar las diez mil en octubre?
—Absolutamente seguro
—dijo Mr. Winthrop, y firmó el contrato.
Mr. Winthrop emprendió
el viaje de regreso al pueblecito para obtener las doce mil canastas.
Durante todo el vuelo
sostuvo una libreta en la mano izquierda, su lápiz en la derecha y escribió
cifras y más cifras, largas columnas de números, para determinar exactamente qué
tan rico sería cuando realizara el negocio. Hablaba solo y se contestaba, tanto
que sus compañeros de viaje le creyeron trastornado.
"Tan pronto como llegue
al pueblo —decía para sí—, conseguiré a algún paisano mío que se encuentre muy
bruja y a quien le pagaré ochenta, bueno, diremos cien pesos a la semana. Lo
mandaré a ese miserable pueblecito para que establezca en él su cuartel general
y se encargue de vigilar la producción y de hacer el empaque y el embarque. No
tendremos pérdidas por roturas ni por extravío. ¡Bonito, lindo negocio éste! Las
cestas, prácticamente no pesan, así es que el embarque costará cualquier cosa,
diremos cinco centavos pieza cuando mucho. Y por lo que yo sé no hay que pagar
derechos especiales sobre ellas, pero si los hubiere no pasarían de cinco
centavos tampoco, y éstos los paga el comprador; asi, pues, ¿cuánto
llevo?...
"Aquel indio tonto que
no sabe ni lo que tiene me ofreció un ciento a sesenta y cinco centavos la
pieza. No le diré en seguida que quiero doce mil para que no se avorace y
conciba ideas raras y trate de elevar el precio. Bueno, ya veremos; un trato es
un trato aún en esta república dejada de la mano de Dios. ¡República! ¡hum!... y
ni siquiera hay agua en los lavabos durante la noche. República... Bueno,
después de todo yo no soy su presidente. Tal vez pueda lograr que rebaje cinco
centavos más en el precio y que éste quede en sesenta centavos. De cualquier
modo y para no calcular mal diremos que el precio es de sesenta y cinco
centavos, esto es, sesenta y cinco centavos moneda mexicana. Veamos... ¡Diablo!
¿dónde está ese maldito lápiz?... Aquí... Bueno, el peso está en relación con el
dólar a ocho y medio por uno, por lo tanto, sesenta y cinco centavos equivalen
más o menos a ocho centavos de dinero de verdad. A eso debemos agregar cinco
centavos por empaque y embarque, más, digamos diez centavos por gastos de
administración, lo que será más que suficiente para pagar aquí y allá algo de
extras. Quizás al empleado de correos y allá al agente del express para que
active la expedición rápida y preferente.
"Ahora agreguemos otros
cinco centavos para gastos imprevistos, y así estaremos completamente a salvo.
Sumando todo ello.. . ¡Mal rayo! ¿Dónde está otra vez ese maldito lápiz?. ..
¡Vaya, aquí está!. .. La orden es por mil docenas. ¡Magnífico! Me quedan
alrededor de veinte mil dólares limpiecitos. Veinte mil del alma para el
bolsillo de un humilde servidor. ¡Caramba, sería capaz de besarlos! Después de
todo, esta república no está tan atrasada como parece. En realidad es un gran
país. Admirable. Se puede hacer dinero en esta tierra. Montones de dinero,
siempre que se trate de tipos tan listos como yo."
Con la cabeza llena de
humo llegó por la tarde al pueblecito de Oaxaca. Encontró a su amigo indio
sentado en el pórtico de su jacalito, en la misma postura en que lo dejara. Tal
parecía que no se había movido de su lugar desde que Mr. Winthrop abandonara el
pueblo para volver a Nueva York.
—¿Cómo está usted,
amigo? —saludó el americano con una amplia sonrisa en los labios.
El indio se levantó, se
quitó el sombrero e, inclinándose cortésmente, dijo con voz suave:
—Bienvenido,
patroncito, muy buenas tardes; ya sabe que puede usted disponer de mí y de esta
su casa.
Volvió a inclinarse y
se sentó, excusándose por hacerlo:
—Perdóneme, patroncito,
pero tengo que aprovechar la luz del día y muy pronto caerá la noche. —Yo
ofrecer usted un grande negocio, amigo. —Buena noticia, señor. Mr. Winthrop dijo
para sí:
—Ahora saltará de gusto
cuando se entere de lo que se trata. Este pobre mendigo vestido de harapos jamás
ha visto, ni siquiera ha oído, hablar de tanto dinero como el que le voy a
ofrecer. —Y hablando en voz alta dijo—: ¿Usted poder hacer mil de esas
canastas?
—¿Por qué no,
patroncito? Si puedo hacer veinte, también podré hacer mil.
—Tiene razón, amigo. Y
cinco mil, ¿poder hacer? —Por supuesto. Si hago mil, podré hacer cinco mil.
—¡Magnífico! ¡Wonderful! Si yo pedir usted hacer doce mil, ¿cuál ser último
precio? Usted poder hacer doce mil, ¿verdad?
—Desde luego, señor.
Podré hacer tantas como usted quiera. Porque, verá usted, yo soy experto en este
trabajo, nadie en todo el estado puede hacerlas como yo.
—Eso es exactamente que
yo pensar. Por eso venir proponerle gran negocio. —Gracias por el honor,
patroncito. —¿Cuánto tiempo usted tardar?
El indio,
sin interrumpir su trabajo, inclinó la cabeza para un lado, primero; después,
para el otro, tal como si calculara los días o semanas que tendría que emplear
para hacer las cestas. Después de algunos minutos dijo lentamente: —Necesitaré
bastante tiempo para hacer tantas canastas, patroncito. Verá usted, el petate y
las otras fibras necesitan estar bien secas antes de usarse. En tanto se secan
hay que darles un tratamiento especial para evitar que pierdan su suavidad, su
flexibilidad y brillo. Aun cuando estén secas, deben guardar sus cualidades
naturales, pues de otro modo parecerían muertas y quebradizas. Mientras se
secan, yo busco las plantas, raíces, cortezas e insectos de los cuales saco los
tintes. Y para ello se necesita mucho tiempo también, créame usted. Además, para
recogerlas hay que esperar a que la luna se encuentre en posición buena, pues en
caso contrario no darán el color deseado. También las cochinillas y demás
insectos deben reunirse en tiempo oportuno para evitar que en vez de tinte
produzcan polvo. Pero, desde luego, jefecito, que yo puedo hacer tantas de estas
canastitas como usted quiera. Puedo hacer hasta tres docenas si usted lo desea,
nada más deme usted el tiempo necesario.
—¿Tres docenas?. ..
¿Tres docenas? —exclamó Mr. Winthrop gritando y levantando desesperado sus
brazos al cielo—. ¿Tres docenas? —repitió, como si para comprender tuviera que
decirlo varias veces, pues por un momento creyó estar soñando. Había esperado
que el indio saltara de contento al enterarse que podría vender doce mil
canastas a un solo cliente, sin tener necesidad de ir de puerta en puerta y ser
tratado como un perro roñoso. Mr. Winthrop había visto cómo algunos vendedores
de automóviles se volvían locos y bailaban como ningún indio lo hace, ni durante
una ceremonia religiosa, cuando alguien les compraba en dinero contante y
sonante diez carros de una vez.
A pesar de la claridad
con que el indio había hablado, él creyó no haber oído bien cuando aquél dijo
necesitar dos largos meses para hacer tres docenas.
Buscó la manera de
hacer comprender al indio lo que deseaba y el mucho dinero que el pobre hombre
podría ganar cuando hubiera entendido la cantidad que deseaba
comprarle.
Así, pues, esgrimió
nuevamente el argumento del precio para despertar la ambición del
indio.
—Usted decir si yo
llevar cien canastas, usted dar por sesenta y cinco centavos. ¿Cierto, amigo?
—Es lo cierto, jefecito.
—Bien, si yo querer
mil, ¿cuánto costar cada una? Aquello era más de lo que el indio podía calcular.
Se confundió y, por primera vez desde que Mr. Winthrop llegara, interrumpió su
trabajo y reflexionó. Varias veces movió la cabeza y miró en rededor como en
demanda de ayuda. Finalmente dijo:
—Perdóneme, jefecito,
pero eso es demasiado; necesito pensar en ello toda la noche. Mañana, si puede
usted honrarme, vuelva y le daré mi respuesta, patroncito.
Cuando Mr. Winthrop
volvió al día siguiente, encontró al indio como de costumbre, sentado en
cuclillas bajo el techo de palma del pórtico, trabajando en sus
canastas.
—¿Ya calcular usted
precio por mil? —le preguntó en cuanto llegó, sin tomarse el trabajo de dar los
buenos días.
—Si, patroncito. Buenos
días tenga su merced. Ya tengo listo el precio, y créame que me ha costado mucho
trabajo, pues no deseo engañarlo ni hacerle perder el dinero que usted gana
honestamente...
—Sin rodeos, amigo.
¿Cuánto? ¿Cuál ser el precio? —preguntó Mr. Winthrop nerviosamente.
—El precio, bien
calculado y sin equivocaciones de mi parte, es el siguiente: Si tengo que hacer
mil canastitas, cada una costará cuatro pesos; si tengo que hacer cinco mil,
cada una costará nueve pesos, y si tengo que hacer diez mil, entonces no podrán
valer menos de quince pesos cada una. Y repito que no me he
equivocado.
Una vez dicho esto
volvió a su trabajo, como si te-miera perder demasiado tiempo
hablando.
Mr. Winthrop pensó que,
tal vez debido a sus pocos conocimientos de aquel idioma extraño, comprendía
mal.
—¿Usted decir costar
quince pesos cada canasta si yo comprar diez mil?
—Eso es, exactamente, y
sin lugar a equivocación, lo que he dicho, patroncito —contestó el indio cortés
y suavemente.
—Usted no poder hacer
eso, yo ser su amigo. . . —Sí, patroncito, ya lo sé y no dudo de sus palabras.
—Bueno, yo tener paciencia y discutir despacio. Usted decir yo comprar un
ciento, costar sesenta y cinco centavos cada una.
—Sí, jefecito, eso es
lo que dije. Si compra usted cien se las daré por sesenta y cinco centavitos la
pieza, suponiendo que tuviera yo cien, que no tengo.
—Sí, sí, yo saber —Mr.
Winthrop sentía volverse loco en cualquier momento—. Bien, yo no comprender por
qué no poder venderme doce mil mismo precio. No querer regatear, pero no
comprender usted subir precio terrible cuando yo comprar más de cien.
—Bueno, patroncito,
¿qué es lo que usted no comprende? La cosa es bien sencilla. Mil canastitas me
cuestan cien veces más trabajo que una docena y doce mil toman tanto tiempo y
trabajo que no podría terminarlas ni en un siglo. Cualquier persona sensata y
honesta puede verlo claramente. Claro que, si la persona no es ni sensata ni
honesta, no podrá comprender las cosas en la misma forma en que nosotros aquí
las entendemos. Para mil canastitas se necesita mucho más petate que para cien,
así como mayor cantidad de plantas, raíces, cortezas y cochinillas para
pintarlas. No es nada más meterse en la maleza y recoger las cosas necesarias.
Una raíz con el buen tinte violeta, puede costarme cuatro o cinco días de
búsqueda en la selva. Y, posiblemente, usted no tiene idea del tiempo necesario
para preparar las fibras. Pero hay algo más importante: Si yo me dedico a hacer
todas esas canastas, ¿quién cuidará de la milpa y de mis cabras?, ¿quién cazará
los conejitos para tener carne en domingo? Si no cosecho maíz, no tendré
tortillas; si no cuido mis tierritas, no tendré frijoles, y entonces ¿qué
comeremos?
—Yo darle mucho dinero
por sus canastas, usted poder comprar todo el maíz y frijol y mucho, mucho
más.
—Eso es lo que usted
cree, patroncito. Pero mire: de la cosecha del maíz que yo siembro puedo estar
seguro, pero del que cultivan otros es difícil. Supongamos que todos los otros
indios se dedican, como yo, a hacer canastas; entonces ¿quién cuida el maíz y el
frijol? Entonces tendremos que morir por falta de alimento.
—¿Usted no tener
algunos parientes aquí? —dijo Mr. Winthrop desesperado al ver cómo se iban
esfumando uno a uno sus veinte mil dólares.
—Casi todos los
habitantes del pueblo son mis parientes. Tengo bastantes.
—¿No poder ellos cuidar
su milpa y sus animales y usted hacer canastas para mí?
—Podrían hacerlo,
patroncito; pero ¿quién cuidará entonces de las suyas y de sus cabras, si ellos
se dedican a cuidar las mías? Y si les pido que me ayuden a hacer canastas para
terminar más pronto, el resultado es el mismo. Nadie trabajaría las milpas, y el
maíz y el frijol se pondrían por las nubes y no podríamos comprarlos y
moriríamos. Todas las cosas que necesitamos para vivir costarían tanto que me
sería imposible, vendiendo las canastitas a sesenta y cinco centavos cada una,
comprar siquiera un grano de sal por ese precio. Ahora comprenderá usted,
jefecito, por qué me es imposible vender las canastas a menos de quince pesos
cada una.
Mr. Winthrop estaba a
punto de estallar, pero no quiso rendirse. Habló y regateó con el indio durante
horas enteras, tratando de hacerle comprender cuan rico podría ser si
aprovechaba la gran oportunidad de su vida.
—Piense usted, hombre,
oportunidad maravillosa. Fue desprendiendo una por una las hojas de su libreta
de apuntes llenas de números, tratando de demostrar al pobre campesino que
llegaría a ser el hombre más rico de la comarca.
—Usted saber;
realmente, usted poder tener un rollo de billetes así, con ocho mil pesos.
¿Usted comprender, amigo?
El indio, sin
contestar, miró todas aquellas notas y cifras y vio con expresión de verdadero
asombro cómo Mr. Winthrop escribía con toda rapidez números y más números,
multiplicando y sustrayendo, y aquello parecióle un milagro.
Descubriendo un
entusiasmo creciente en la mirada del indio, Mr. Winthrop malinterpretó su
pensamiento y dijo:
—Allí tener usted,
amigo; ésta ser cantidad usted tener si acepta el trato. Siete mil y ochocientos
brillantes pesos de plata, y no creer yo soy tacaño, yo dar usted más
cuando negocio terminado, yo regalar usted mil doscientos pesos más. Usted tener
nueve mil pesos.
El indio,
sin embargo, no pensaba en los miles de pesos; suma semejante carecía de sentido
para él. Lo que le había interesado era la habilidad de Mr. Winthrop para
escribir cifras con la rapidez de un relámpago. Esto era lo que lo tenía
maravillado.
—Y ahora, ¿qué decir,
amigo? ¿Ser buena mi proposición, no? Diga sí, y yo darle un adelanto de
quinientos pesos, luego, luego.
—Como dije a usted
antes, patroncito, el precio es aún de quince pesos cada una.
—Pero hombre —dijo a
gritos Mr. Winthrop—, this is the same price. .., quiero decir, ser mismo
precio ... have you been on the moon... en la luna ... all the
time?
—Mire, jefecito
—dijo el indio sin alterarse—, es el mismo precio porque no puedo darle otro.
Además, señor, hay algo que usted ignora. Tengo que hacer esas canastitas a mi
manera, con canciones y trocitos de mi propia alma Si me veo obligado a hacerlas
por millares, no podré tener un pedazo del alma en cada una, ni podré poner en
ellas mis canciones. Resultarían todas iguales, y eso acabaría por devorarme el
corazón pedazo por pedazo. Cada una de ellas debe encerrar un trozo distinto, un
cantar único de los que escucho al amanecer, cuando los pájaros comienzan a
gorjear y las mariposas vienen a posarse en mis canastitas y a enseñarme los
lindos colores de sus alitas para que yo me inspire. Y ellas se acercan porque
gustan también de los bellos tonos que mis canastitas lucen. Y ahora, jefecito,
perdóneme, pero he perdido ya mucho tiempo, aun cuando ha sido un gran honor y
he tenido mucho placer al escuchar la plática de un caballero tan distinguido
como usted, pero pasado mañana es día de plaza en el pueblo y tengo que acabar
las cestas para llevarlas allá. Le agradezco mucho su visita.
Adiosito.
Una vez de regreso en
Nueva York, Mr. Whinthrop, que sufría de alta presión arterial, penetró como
huracán en la oficina privada del confitero, a quien externó sus motivos para
deshacer el contrato explicándole furioso:
—¡Al diablo con esos
condenados indios; no comprenden nada, no se puede tratar negocio alguno con
ellos! ¡Créame! No tienen remedio ni ellos ni ese su país tan raro. Lo que me
sorprende es que vivan, que puedan seguir viviendo en semejantes condiciones. No
hay esperanzas para ellos, ni las habrá en muchos siglos, de veras, yo sé de qué
hablo.
Nueva York no fue,
pues, saturada de estas bellas y excelentes obras de arte, y así se evitó que en
los botes de basura americanos aparecieran, sucias y despreciadas, las
policromadas canastitas tejidas con poemas no cantados, con pedacitos de alma y
gotas de sangre del corazón de un indio mexicano.
Bruno Traven, Canasta de Cuentos Mexicanos